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La protección de las fuentes periodísticas en el sistema europeo de derechos humanos

 

Por Iñigo Lazcano Brotóns 

 Profesor de Derecho de la Información. UPV/EHU

 

 

Resumen:

La confidencialidad de las fuentes de información de un periodista es una de las piedras angulares de una prensa libre. Aunque el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos no menciona explícitamente el derecho de los periodistas a no desvelar sus fuentes de información como una parte de la libertad de expresión, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha desarrollado en estos últimos años una interesante jurisprudencia que proporciona un cuerpo de principios y reglas garantizando tal derecho. En este artículo se analizarán las más importantes decisiones adoptadas en esta materia (Goodwin, Fressoz y Roire, Özgür Gündem, Roemen y Schmit, Craxi II) y la subsiguiente labor del Comité de Ministros del Consejo de Europa, plasmada en la Recomendación nº R (2000) 7.

Palabras clave: secreto profesional-fuentes periodísticas-libertad de información-Convenio Europeo de Derechos Humanos.

 

  

1.Introducción

Si hay una institución que singulariza el estatuto jurídico de los periodistas, ésta es, sin lugar a dudas, el derecho al secreto profesional. O, lo que es lo mismo, la facultad de los informadores de mantener en el anonimato la identidad de su fuente u otros aspectos que pudieran conducir a conocer la misma. En modo alguno puede hablarse, frente a lo que muchos afirman, del derecho al secreto como de un privilegio de los profesionales de la información sobre los restantes ciudadanos (Luca 1999: 60; Fargo, 2002: 243). Si el secreto profesional sirve para algo es para aumentar el flujo de informaciones que habitualmente llegan al profesional y que, como agente que ejerce una función social, pondrá, en bastantes casos, en manos del público. De esta manera, la protección de las fuentes periodísticas sirve, en último (pero importante) término, de garantía general del derecho a recibir información por parte de la colectividad (Carrillo, 1993: 177; Otero, 2001:52; Carreras, 2003: 334 y 335).

Es conocido que en el ordenamiento español el derecho de los informadores al secreto profesional se halla reconocido y tutelado por el art. 20.1.d de la Constitución. También lo es que, un cuarto de siglo después de aprobado ese texto constitucional, no se ha dictado aún norma legislativa alguna que lo desarrolle, ni existe una jurisprudencia del Tribunal Constitucional (ni del Supremo) que sirva para interpretar su contenido de una manera pacífica y asentada. El resultado que ello produce en la práctica es paradójico. Por un lado, los profesionales desconocen en muchos casos el alcance de sus derechos en esta materia, lo que puede condicionar notablemente el ejercicio de su actividad. Un buen informador debería saber, antes de la publicación de una noticia y no después, si va a poder mantener en el anonimato la identidad de su informante (por ejemplo, a requerimientos de un juez). Este dato es sumamente relevante para tomar la decisión de divulgar los hechos que conoce o, por contra, congelar esa información a la espera de nuevos datos o pruebas que le permitan mantenerla sin romper el “nexo de confianza” (Fossas, 1991: 123) entre la posible fuente y el periodista. En contrapartida, el vacío jurídico que provoca la falta de concreción del contenido de este derecho también produce un cierto efecto intimidador en ciertas actuaciones judiciales (no en todas) de control de la actividad informativa. En algunas ocasiones los jueces se retraen en procedimientos instruidos contra periodistas (o en los que éstos comparecen como meros testigos) por miedo a vulnerar un derecho del que, en principio, solamente conocen su nombre y sus elementos más esenciales (Lazcano, 1990: 183), pero no los aspectos de detalle que son necesarios para dar una solución jurídica precisa al problema que se plantea.

Esta situación, por otra parte, es común en bastantes países de nuestro entorno, pues los perfiles jurídicos de este derecho presentan similares aristas e inconcreciones a la luz de los derechos y valores en juego en procesos judiciales en el que se encuentran implicados profesionales de la información. Baste poner como ejemplo de todo ello los múltiples avatares que se han planteado en el Reino Unido en el caso “Kelly” (el científico y asesor del Gobierno británico que, presuntamente, había manifestado que los informes oficiales habían exagerado el peligro de la amenaza bélica de Irak, y que, como consecuencia de la presión sufrida por la revelación de su identidad, en contra de la voluntad de la BBC, por la autoridades públicas, se quitó la vida) (Azurmendi, 2003 b: 1 y ss.).

El objeto de este trabajo es exponer cómo decisiones adoptadas por algunas instancias europeas supranacionales, fundamentalmente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante, TEDH) y el Consejo de Europa, pueden servir para conformar un derecho al secreto, o más bien a la protección de las fuentes informativas, con un contenido concreto y homogéneo en el ámbito europeo.

Trasladado a la esfera jurídica interna, esto permitiría otorgar al derecho reconocido en el art. 20.1.d de la Constitución un aspecto recognoscible y efectivo, más allá de su simple denominación y al margen de eventuales disputas teóricas, políticas o jurídicas en su interpretación. Además, el resultado de esta indagación en el proceso de construcción europeo de protección de las fuentes informativas permite adelantar una conclusión. No solo se va a proteger el derecho del informador a no identificar su fuente en determinadas circunstancias (versión clásica del secreto profesional de los periodistas: el derecho al silencio) sino que la tutela de las fuentes va a proyectarse más allá de la mera voluntad del informador o de las posibilidades reales de éste de resistirse a revelarlas en el seno de un procedimiento judicial. El anonimato de las fuentes informativas es algo que merece un valor en sí mismo y la decisión del periodista de protegerlas no puede violentarse a través de mecanismos indirectos y un tanto espúreos (interceptación de sus comunicaciones, registros indiscriminados de sus archivos, comiso de sus materiales, etc.) que conviertan el secreto en un derecho meramente formal -una especie de derecho a callarse o ius tacendi (Urías, 2003: 245)- que debiera materialmente ceder frente a otro tipo de presiones e intervenciones.

 

2.  La protección de las fuentes periodísticas en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

El art. 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 protege el derecho a la libertad de expresión. Pero en él no se alude de manera expresa ni al secreto profesional de los informadores, ni a la protección de sus fuentes. Lo único que se afirma (en el apartado segundo de dicho precepto) es que el ejercicio de esa libertad entraña deberes y responsabilidades y podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para, entre otros fines, impedir la divulgación de informaciones confidenciales.

Las primeras interpretaciones de este precepto no mencionaban el derecho de los profesionales de la información al secreto profesional como una de las manifestaciones de la libertad de expresión protegida por el Convenio. Se consideraba esta facultad más como una regla deontológica que como un derecho reconocido uniformemente por los Estados (Cohen-Jonathan, 1989: 451). Sin embargo, la jurisprudencia del TEDH, a partir del trascendente caso Goodwin c. Reino Unido (1996), ha realizado una efectiva construcción jurídica del secreto profesional de los periodistas como derecho tutelable por la vía del Convenio (Lazcano, 1998: 373; Caretti, 2001: 347). La protección de las fuentes periodísticas goza de una fuerte, aunque no absoluta o ilimitada, protección (Toussaint, 1996: 452; Van Dijk y Van Hoof, 1998: 581). Ha de destacarse que la decisión no fue adoptada por unanimidad sino por mayoría en el seno del TEDH: once contra siete (Sherlock, 1996: 500).

En el caso Goodwin se planteó ante el TEDH si la pretensión de una empresa privada, que había sufrido la filtración de un documento interno secreto, de obtener la revelación de la identidad de la fuente del periodista (un trabajador de esa empresa) para proceder judicialmente contra ella y evitar la amenaza de futuras filtraciones, constituía un interés público tan elevado como para imponerse a la necesaria protección que ha de dispensarse a dicho periodista para que proteja el anonimato de sus fuentes de información. El juez inglés, entre otras medidas, había impuesto una condena penal al periodista por delito de desacato, al no revelar la identidad de la fuente de información y, en consecuencia, dejar a la empresa sin conocer contra quién puede dirigir sus demandas judiciales.

Para el TEDH “la protección de las fuentes periodísticas es una de las condiciones básicas para la libertad de prensa”. Ello se refleja en las normas y los códigos profesionales de conducta en varios Estados parte del CEDH y se afirma en diversos tratados y documentos internacionales sobre las libertades informativas. Sin esta protección, continuaba diciendo el TEDH, se disuadiría a las fuentes de suministrar informaciones a la prensa para que informase al público sobre asuntos de interés general, lo que socavaría el importante papel de la prensa como perro guardián (chien de garde, watchdog), esto es, como instrumento de control y vigilancia de lo público. Una orden judicial dirigida a la revelación de la identidad de la fuente podría no ser compatible con el Convenio Europeo a menos que la misma estuviera justificada por la exigencia predominante del interés público.

El TEDH reflexionó acerca de si existía, en ese caso concreto, una razón legítima de la empresa comercial para desenmascarar al empleado o colaborador desleal (el cual, si no, podría seguir accediendo a sus locales) con la finalidad de concluir su relación con la compañía. Aunque, indudablemente, existían relevantes razones para ello, las mismas no fueron consideradas suficientes para ordenar el quebranto del secreto profesional del periodista. Como señaló expresamente el Tribunal: "según los hechos del presente caso, el Tribunal no puede dictaminar que los intereses de la sociedad limitada en eliminar -a través de las correspondientes acciones contra la fuente- la amenaza residual de un daño mediante la diseminación de la información confidencial por otros medios distintos que la prensa, en obtener una compensación y en desenmascarar a un empleado o colaborador desleal, sean, incluso si se consideran todos ellos acumuladamente, suficientes para preponderar sobre el vital interés público en la protección de la fuente de información del periodista recurrente". En consecuencia el TEDH declaró que no había habido una razonable relación de proporcionalidad entre el legítimo objetivo de la medida judicial impuesta para revelar la fuente y los medios desplegados para alcanzar ese objetivo, resultando tal medida innecesaria en una sociedad democrática y, por ende, vulneratoria del Convenio. Ese fallo se extendía no sólo a la mencionada orden, sino a la posterior multa económica impuesta por su incumplimiento, la cual resultaba también contraria al citado precepto.

El caso Goodwin dejaba, con respecto al secreto de los informadores, algunas incógnitas sin resolver en relación a las circunstancias legitimadoras del ejercicio de ese derecho. ¿Era aplicable la misma interpretación en la hipótesis de robo o de sustracción de documentos por el informador? (Fontbressin, 1996: 446; Renucci, 2002: 126). ¿Si la filtración procediera de una institución pública -la Administración o el Poder Judicial, por ejemplo- los criterios a seguir serían idénticos? ¿Y si se hubiera cometido alguna conducta delictiva para obtener los documentos como, por ejemplo, un soborno a un funcionario público? ¿Y si el documento filtrado fuera un secreto oficial por tratarse de una materia relacionada con la seguridad y defensa del Estado? La decisión adoptada en el caso Goodwin permitía deducir, además, que se protegía también, aunque de manera indirecta a través del derecho del periodista al secreto de sus fuentes informativas, a quienes habían podido violar alegremente otros secretos.

Esto último se confirmaría con posterioridad en el caso Fressoz y Roire c. Francia (1999). El TEDH habría de abordar el espinoso asunto de hasta qué punto es legítimo, al amparo de la libertad de información, difundir la liquidación fiscal de un determinado personaje de notoriedad pública (el director de una gran empresa privada francesa: la Peugeot) obtenida a través del envío de fotocopias de la misma remitidas anónimamente. Ha de tenerse en cuenta que la legislación francesa (de manera bastante común a otros ordenamientos) establece obligaciones de sigilo o reserva para los funcionarios públicos que acceden a esas informaciones. El TEDH prefirió dar la razón al director y al periodista de la revista que había publicado esas informaciones (Le Canard enchaîné) por varias razones. En primer lugar, varios de esos datos fiscales ya habían podido ser conocidos por el público, pues existía una cierta publicidad de algunos datos tributarios, aunque fuera a nivel local. Además, los salarios de los dirigentes de las grandes empresas eran  regularmente  publicados en las revistas económicas. La publicación de la copia misma de la declaración no podría tampoco servir para sancionar penalmente a los informadores, pues, no siendo totalmente secretos los datos allí contenidos, había de estimarse que el art. 10 del Convenio Europeo dejaría a los periodistas el cuidado de decidir si resulta o no necesario reproducir el soporte de la información para asegurar la credibilidad de la misma. Todas estas circunstancias concretas justificaban la decisión del TEDH (Derieux, 1999: 44; Cohen-Jonathan y Dreyer, 1999: 35 y 36). Pero de la misma no podría deducirse que la divulgación de toda información patrimonial sobre un sujeto fuera plenamente libre, sin que frente a la misma pudiera oponerse la necesaria protección de su vida privada (Renucci, 2002: 125). El TEDH asumía que la posible vulneración por parte de determinados funcionarios públicos de la obligación de mantener en secreto los documentos y liquidaciones tributarias de terceras personas, no significaba que los periodistas que reprodujeran esos documentos (incluso copias de los mismos) no ejercitasen correctamente la libertad de información, aunque esta afirmación fue objeto de algunas críticas doctrinales (Derieux, 2003: 172 y 173). La corrección de la conducta del informador se habría de valorar conforme a otros factores (el interés público de la noticia, su veracidad, la posibilidad de obtener esa información por otros medios, etc.), sin que en ningún momento debieran asumir responsabilidad alguna por no identificar a quienes hubieran filtrado esos documentos (sobre quienes, en teoría, sí podría recaer una cierta responsabilidad por un ejercicio inadecuado de la libertad de información contrario a derechos de terceros). En su última jurisprudencia, en el caso Craxi II c. Italia (2003) el TEDH reconoce que si con la filtración de esos datos se lesiona el derecho a la vida privada de un sujeto el Estado tiene, al menos, la obligación positiva de iniciar una investigación para determinar las posibles responsabilidades de los filtradores. Aunque, como señaló el juez Zagrebelsky en su opinión disidente a esta sentencia, ello puede resultar imposible jurídicamente si, además, ha de protegerse el derecho de los periodistas al secreto profesional.

 

3.  La Recomendación nº R (2000) 7 del Consejo de Europa.

El Consejo de Europa, desde hace bastantes años, ya venía prestando una especial atención al tema del secreto profesional en el marco de la problemática jurídica de los medios de comunicación de masas (Gomez-Reino, 1983: 613). Incluso se había llegado ya a dar una definición conceptual de la institución en el Documento B (73), de 18 de octubre de 1973 (Bel, Corredoira y Cousido, 1992: 225). Debido a la contundencia con la que el TEDH asumió en su jurisprudencia, desde el año 1996, la idea de que el derecho de los periodistas a la protección de sus fuentes informativas era una libertad garantizada por el Convenio Europeo, el propio Comité de Ministros del Consejo de Europa aprobó, el año 2000, una recomendación más concreta y elaborada sobre la cuestión, recomendación destinada a los gobiernos de los Estados miembros de este órgano internacional (Macovei, 2001: 60). La Recomendación nº R (2000) 7, adoptada el 8 de marzo de ese año, pretendió llamar la atención de las autoridades públicas, periodistas, medios de comunicación y asociaciones profesionales, para difundir y poner en marcha, en los ordenamientos de los diferentes Estados miembros y en la práctica profesional, los principios relativos al derecho de los periodistas a no revelar sus fuentes de información (señalados en su Anexo y estructurados en siete apartados). Estos principios deben ser considerados las normas mínimas necesarias para el respeto de este derecho, aunque, en tanto no se proceda a su incorporación al derecho interno, los mismos carecen de fuerza jurídica vinculante (Derieux, 2003: 178), si bien no ha de desdeñarse su importante valor interpretativo.

 

3.1.  Contenido del derecho.

El primer principio de la Recomendación nº R (2000) 7 establece que “el derecho y la práctica internas de los Estados miembros deberían prever una protección explícita y clara del derecho de los periodistas a no divulgar las informaciones que identificasen a una fuente de información”. El término “fuente” designa necesariamente a una “persona”: la que proporciona las informaciones (sean hechos, opiniones o ideas, expresadas de cualquier forma: como texto, como sonido y/o como imagen).

Pero el secreto va más allá de un simple derecho al silencio o a no responder. Esto se manifiesta con claridad en otros dos apartados de la Recomendación nº R (2000)

  1. Por un lado, en el principio sexto, se considera que determinadas medidas de control activo de la conducta de los periodistas (interceptación de sus telecomunicaciones, vigilancias, registros, embargos, etc.) no deberían poder usarse para acceder a la identificación de las fuentes, so riesgo de convertir el derecho al secreto en un mero derecho de contenido “formal” y no “material”. Por otra parte, los principios contenidos en el presente documento no deberían, de ninguna forma, limitar las leyes internas de los Estados sobre la garantía a no declarar contra sí mismo en los procedimientos penales. De esta manera, los periodistas tendrían que gozar, en la medida en la que dichas normas sean aplicables, de esa misma protección tratándose de la divulgación de informaciones que permitieran identificar una fuente de información (principio séptimo).

 

3.2.  Objeto del secreto.

La frase “información que identifique una fuente” designa, en el texto de la Recomendación nº R (2000) 7, varios elementos: 1) El nombre y los datos personales, así como la voz y la imagen de una fuente. 2) Las circunstancias concretas de la obtención de las informaciones obtenidas por un periodista ante una fuente. 3) La parte no publicada de la información proporcionada por una fuente a un periodista. 4) Los datos personales de los periodistas y de sus patronos relacionados con su actividad profesional.

Ha de señalarse que no es que todos esos datos queden protegidos por el derecho al secreto, sino que “en la medida en que su revelación condujera a identificar a la fuente de información”, sobre los mismos podría proyectarse tal facultad. Esto significa que, en determinados supuestos, la negativa a responder a los requerimientos de las autoridades públicas (en especial, de las judiciales) podría no resultar jurídicamente de recibo si lo que se pretende con ello es otra finalidad diferente: imposibilitar, por ejemplo, la persecución de una fuente ya identificada, o proteger, igualmente si la fuente ya se halla identificada, una situación de ventaja competitiva frente a otros medios de comunicación.

 

3.3.  Sujeto activo.

Para los redactores de la Recomendación nº R (2000) 7, el derecho al secreto es un derecho que, en lo esencial, pertenece a los periodistas. Serían periodistas, a estos efectos, todas aquellas personas físicas o jurídicas que practicasen de manera habitual o profesional la recogida y la difusión de informaciones al público, mediante cualquier medio de comunicación de masas. Han de observarse varias cosas en relación al concepto señalado. En primer lugar, no se niega la posibilidad de ejercitar este derecho a las personas jurídicas, lo que parece incluir al propio medio de comunicación de masas como tal, algo que -en principio- resulta algo chocante (Derieux, 2003: 179). Segundo dato relevante resulta ser que el concepto de periodista puede derivar tanto de la condición de profesional de un medio como de participar habitualmente en la actividad del mismo. La clave no sería tanto la condición personal del sujeto (estudios, titulación, colegiación, registro, etc.) sino, más bien, el desempeño de labores informativas (de recogida y difusión) desplegadas en el seno de una empresa informativa.

Existe, además, la posibilidad de extender el beneficio de este derecho a las restantes personas -director del medio, otros superiores jerárquicos, compañeros de trabajo, etc. (Escobar, 2002: 214)- que lleguen a conocer la información que permitiera identificar a una fuente a través de las relaciones que entablan con los periodistas en sus funciones de recogida, tratamiento editorial o publicación de esta información (principio segundo).

 

3.4.  Sujeto pasivo del derecho.

Toda proposición o solicitud dirigida a provocar una acción de las autoridades competentes con la finalidad de obtener la divulgación de la información que permitiera la identificación de una fuente, no debería poder ser efectuada más que por las personas o las autoridades públicas que tuvieran un interés legítimo directo en su divulgación (principio quinto, apartado a). En el supuesto de que los periodistas respondan positivamente a una solicitud o a una orden que, en este sentido, les hubieran dirigido, las autoridades competentes deberían considerar la adopción de medidas destinadas a limitar la extensión de la divulgación, por ejemplo, excluyendo al público en los trámites oportunos (respetando las garantías de publicidad de los procesos del propio Convenio), así como respetando, ellas mismas, la confidencialidad de los datos obtenidos por esa divulgación (principio quinto, apartado e).

Los periodistas deberían ser informados por las autoridades competentes de este derecho al secreto, así como de sus posibles límites, antes de que la divulgación de los datos fuera requerida (principio quinto, apartado b).

 

3.5.  Límites del secreto.

El derecho de los periodistas al secreto no es un derecho absoluto. Pretender su protección no quiere decir, en modo alguno, que deba crearse una "zona de no derecho" inmune a cualquier responsabilidad del periodista (Guedj, 1998: 197). Pero el derecho al secreto no debe ser objeto de más restricciones de las que pueda serlo, en general, el derecho a la libertad de expresión. Esto significa que para que una injerencia de una autoridad pública en dicho derecho sea legítima: a) ha de estar prevista en la ley; b) ha de perseguir un objetivo legítimo de los señalados en el apartado 2 del artículo 10 del Convenio (la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial); y c) ha de ser considerada necesaria en una sociedad democrática.

La Recomendación nº R (2000) 7 recuerda la importancia de este derecho al secreto y la preeminencia que le ha dado la jurisprudencia del TEDH. En consecuencia establece que no se puede ordenar la divulgación de esos datos salvo que exista (y se pruebe) un imperativo preponderante de interés público y las circunstancias presenten un carácter suficientemente vital y grave (principio tercero, apartado a). Junto a ello se especifica que tal divulgación solo debería ser juzgada como necesaria si pudiera establecer de manera convincente: a) que medidas razonables alternativas a la divulgación no existen o han sido agotadas por las personas o las autoridades públicas que tratan de obtener la divulgación, y b) que el interés legítimo a la divulgación supere claramente el interés público al secreto (principio tercero, apartado b).

Una consideración especial se efectúa en relación a la protección del derecho al honor. En todo procedimiento legal contra un periodista con ocasión de un pretendido ataque al honor o a la reputación de una persona, las autoridades competentes deberían, para determinar la veracidad de lo publicado, examinar toda prueba a su disposición en aplicación de la legislación procesal interna y no debería poder requerir, a estos fines, la divulgación por un periodista de las informaciones que identificasen la fuente (principio cuarto).

En todo caso la posibilidad de sancionar a los periodistas por no proceder a la divulgación de la identidad de la fuente, en los casos en que ello jurídicamente no fuera lícito, debería ser decidida exclusivamente por los jueces al término de un proceso que incluyera la audiencia de los periodistas afectados (principio quinto, apartado c). Los periodistas deberían tener, además, el derecho a que la imposición de dicha sanción estuviera sometida al control de otra autoridad judicial diferente (principio quinto, apartado d).

 

3.6.  Momento de ejercicio del derecho.

La única referencia a esta cuestión aparece mencionada en el apartado c del principio tercero. Las exigencias derivadas de los límites del derecho deberían aplicarse a cualquiera de los estadios de todo procedimiento en el que el derecho al secreto pudiera ser invocado.

 

3.7.  Medidas complementarias de protección de las fuentes.

Las siguientes decisiones o medidas no deberían ser aplicadas si se dirigen a evitar el derecho de los periodistas al secreto: a) la interceptación de sus comunicaciones o de su correspondencia (incluyendo las de sus empleadores); b) la vigilancia que afectase a los periodistas, a sus contactos o a sus empleadores, o c) el registro, embargo o secuestro que afectasen al domicilio o al lugar de trabajo, a los efectos personales o a la correspondencia de los periodistas o de sus empleadores, o de datos personales que tengan una relacion con sus actividades profesionales (principio sexto, apartado a).

Lo anterior se completa de la siguiente manera. Cuando las informaciones que permitieran identificar una fuente de información hubieran sido obtenidas de manera regular por la policía o las autoridades judiciales a través de cualquiera de la citadas acciones, incluso si ello no hubiera sido el objetivo de dichas acciones, deberían tomarse medidas para impedir la utilización posterior estas informaciones como prueba ante los tribunales, excepto en aquellos casos en los que la divulgación estuviera justificada en aplicación de las reglas generales sobre los límites de este derecho (principio sexto, apartado b).

 

4.  Protección de las fuentes y registro de medios de comunicación y dependencias informativas.

La protección del secreto profesional de los periodistas, hoy en día, se entiende más allá de un simple derecho al silencio o a callarse ante requerimientos que le solicitan la identidad de la fuente. Tan trascendente como lo anterior es evitar, y la Recomendación nº R (2000) 7 así lo declara, el acceso indiscriminado a esos datos a través de mecanimos, por otra parte, habituales en determinados procedimientos judiciales: registros, controles, secuestros, comisos, pinchazos telefónicos, etc. El TEDH también está reflejando, en su más reciente jurisprudencia, una especial atención a esta situación, estableciendo medidas interpretativas y de control que deberían ser conocidas por los profesionales y los medios, para evitar algunos excesos que se están cometiendo en nuestro entorno más próximo.

La primera decisión en la que se abordó este problema fue el caso del periodico de Estambul Ozgür Gündem c. Turquía (2000). El TEDH estimó desproprocionada la medida consistente en “requisar los archivos, la documentación y la biblioteca del periódico”. No se consideraron como justificaciones de esa intervención ninguna de las alegadas por el Gobierno turco: ni que se encontraran durante el registro de las dependencias del periódico armas, municiones, máscaras de gas, inyecciones, un recibo en nombre de una organización armada, el carnet de identidad de un soldado fallecido, etc.; ni que no se pudiera demostrar relación alguna entre cuarenta de los ciento siete detenidos en la sede del periódico y la propia empresa de comunicación; ni el hecho de que el director del periódico y una redactora ya hubieran sido condenados con anterioridad por colaboración con banda armada. De todas formas, en la decisión tomada por el TEDH se alude genéricamente a una vulneración de la libertad de expresión, sin que se mencione nada en relación al riesgo de desprotección que tales medidas suponían en relación a la identidad de posibles fuentes de informaciones.

Una aproximación más directa a este problema se ha efectuado recientemente en el asunto Roemen y Schmit c. Luxemburgo (2003). Un periodista publicó un artículo sobre un ministro acusándole de fraude fiscal. La decisión administrativa de sancionarle por fraude efectivamente había sido dictada, pero se hallaba recurrida judicialmente y fue posteriormente anulada. El ministro emprendió, entonces, acciones legales contra el periodista. Primeramente acudió a los tribunales civiles exigiendo una indemnización de daños y perjuicios por haber lesionado su honor.

Los tribunales le denegaron la misma al entender que el informador había ejercitado correctamente su derecho a la libertad de expresión. En segundo lugar, acudió ante los órganos judiciales de lo penal para que investigaran la posible comisión de un delito de revelación de secretos, tanto por parte del periodista como de otros sujetos aún no identificados que le habrían proporcionado copias de ciertos documentos administrativos (el expediente en el que se le sancionaba) que habían servido de base para redactar la noticia. A partir de este momento la instrucción judicial se complica. El juez ordena un registro tanto del domicilio como del  lugar  de trabajo del periodista con la finalidad de “buscar y obtener todos los objetos documentos, efectos y/u otras cosas útiles para demostrar la verdad en relación con las infracciones alegadas o cuya utilización pudiera perjudicar la buena marcha de la instrucción”. Los dos registros fueron infructuosos y recurridos judicialmente por el periodista afectado, sin que los tribunales luxemburgueses le dieran en ningún momento la razón. Además el juez de instrucción ordenó, en dos ocasiones, el registro del despacho de la abogada del periodista. Esto venía a complicar la cuestión puesto que, además de ponerse en juego la protección de las fuentes del informador, esta intervención afectaba a las relaciones cliente-abogado, también objeto de cierta protección jurídica. En el registro del despacho de la abogada sí fue encontrada una copia de un documento interno de la Administración fiscal en relación al asunto. Ello permitió inculpar inicialmente al periodista del delito señalado, aunque, curiosamente, tras unas manifestaciones del Primer Ministro a un periódico en las que afirmaba que las medidas judiciales adoptadas en este caso le parecían desproporcionadas, la inculpación fue anulada y la investigación por ese delito cerrada. Aún así el periodista y su abogada plantearon ante el TEDH el tema de la compatibilidad de esos registros efectuados con el Convenio Europeo de Derechos Humanos.

La doctrina que va a fijar el TEDH en este asunto es bastante escueta, pero muy clara. Las medidas impuestas entran, sin lugar a dudas, dentro del campo natural de la protección de las fuentes periodísticas. Los registros efectuados no lo han sido con motivo de la comisión de un delito que el periodista hubiera podido perpetrar fuera de sus funciones habituales como profesional. Además el asunto resultaba ser de un evidente interés general (por la conducta y la persona a la que la misma se refería). Es cierto que se estaba investigando judicialmente un presunto delito de revelación de secretos. Con tal finalidad se iniciaron diligencias, simultáneamente, contra los funcionarios que hubieran podido ser responsables y contra el periodista. Pero también es verdad que mientras que en relación a este último las medidas se adoptaron rápidamente y de manera bastante intensa, frente a aquéllos, por contra, las diligencias se tomaron una vez fracasada la investigación centrada en el profesional de la información. De tal manera que el Gobierno luxemburgués no pudo desmontar la tesis del periodista de que si esa vía de investigación alternativa se hubiera reforzado y actuado con mayor diligencia, no hubiera resultado necesario poner en riesgo el anonimato de las fuentes de información utilizadas.

El núcleo del debate se iba a centrar en torno a la aplicabilidad al caso Roemen y Schmit de la doctrina fijada en el caso Goodwin. El Gobierno luxemburgués no lo consideraba posible por dos razones. En primer lugar, porque en este caso se trataba simplemente de un registro, no de un requerimiento hecho a un periodista para que descubriera la identidad de su fuente bajo la amenaza de una multa en caso de respuesta negativa. En segundo lugar, porque el valor que se pretendía proteger no era un mero interés económico-comercial de una empresa privada, si no el debido respeto por parte de los funcionarios públicos de sus deberes de secreto en relación a los expedientes que tramiten. El TEDH va a coger el guante de estas alegaciones, pero les va a dar una interpretación totalmente inesperada a la luz de las alegaciones referidas. A su juicio “los registros que tengan por objeto descubrir la fuente de un periodista constituyen -incluso si se realizan sin resultado alguno- un acto más grave que el requerimiento de divulgar la identidad de la fuente”. En efecto, continúa afirmando el TEDH, “los investigadores que, provistos de de una orden de registro, sorprenden a un periodista en su lugar de trabajo, tienen poderes de investigación amplísimos desde el momento que tienen, por definición, acceso a toda la documentación poseida por el periodista”. Por eso el TEDH considera esos ataques más graves que los que se habían producido en el asunto Goodwin (en contra de lo que pensaba el Gobierno luxemburgués). Y, dada esa mayor gravedad, aprecia que los motivos invocados por la jurisdicción nacional, aunque pueden considerarse como “pertinentes” (pues, en efecto, perseguir la comisión de un delito puede motivar una limitación al derecho al secreto profesional), no son en modo alguno considerados como “suficientes” para justificar los registros efectuados. Parece faltar la adecuada proporcionalidad, sobre todo por contrastre con la falta de seguimiento de otras líneas de investigación. Incluso el registro del despacho de la abogada, vulnerador del derecho a su vida privada, se considera también como un mecanismo indirecto que conduciría finalmente a descubrir la fuente del informador, repercutiendo por tanto en la libertad de expresión y no solo en las relaciones abogado-cliente.

 

5.  Un aspecto lateral: la protección de las fuentes y la persecución de crímenes contra la humanidad.

En el marco de la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY), encargado de la persecución de los responsables de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra en ese conflicto de los balcanes, la llamada a reporteros de guerra para testificar a favor o en contra de los inculpados ha obligado a reconsiderar, aunque sea de una manera circunstancial, el ámbito y la funcionalidad del derecho de los periodistas al secreto profesional. El asunto Jonathan Randal, acaecido durante 2002, presenta unos perfiles que incitan a dicha reflexión. Recordemos inicialmente los hechos: en uno de los asuntos que se desarrollan en el seno del TPIY (Fiscalía c. Radoslav Brdjanin y Momit Talic), la sala de primera instancia llamó a declarar al periodista Jonathan Randal, con la finalidad de que ratificara la veracidad de una entrevista que, en su momento, realizó al primero de los encausados citados, el cual negaba la exactitud de las afirmaciones que el periodista puso en su boca (por ejemplo, el encausado hablaba en la entrevista de fomentar en Banja Luka “los exilios voluntarios para crear un espacio limpio”). Ello resultaba bastante trascendente en el desarrollo del proceso, dado que, si las afirmaciones manifestadas ante el periodista resultaran veraces, la acusación formulada de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, encontrarían una fundada base probatoria. Así como otros muchos informadores (británicos o albanokosovares) no habían puesto ninguna objección para acudir a declarar ante el TPIY, el señor Randal (respaldado además por numerosos medios de comunicación y prestigiosas asociaciones de periodistas) se negó a acudir argumentando que ello vulneraría su credibilidad, pondría en peligro el trabajo de otros corresponsales de guerra y chocaría con la debida protección que merecen sus fuentes de información. Para ello recurrió, ante la sala de apelación del propio tribunal, la orden de comparecencia. Ésta anuló dicha orden por entenderla insuficientemente jusitificada. A su juicio, para que ello fuera jurídicamente posible se tendrían que cumplir dos condiciones. Primera, demostrar que el testimonio solicitado presenta un interés directo y de una particular importancia para una cuestión fundamental del asunto concreto. Segunda, probar que este testimonio no puede razonablemente ser obtenido a través de otra fuente. Nada impediría a la sala de instancia del TPIY volver a llamar a declarar al periodista si ambas condiciones se cumplieran. Aunque ello resulta sumamente difícil, pues la segunda condición exige aportar la prueba de algo negativo, lo que es casi imposible demostrar en la práctica (Tracol, 2003: 10).

La primera duda que plantea el caso Randal es la situación de los derechos tutelados al periodista cuando acude a declarar ante este tipo de tribunales. Hay quien afirma que, en puridad, no nos hallaríamos en este caso ante un tema de secreto (Tracol, 2003: 8). Ha de pensarse que en este supuesto no se pretende desvelar la identidad de nadie sino, simplemente, ratificar unas informaciones dadas con anterioridad. Quizás más correcto sería propugnar que la protección de las fuentes informativas, en casos como el señalado, se debería extender a aspectos diferentes del mero mantenimiento en el anonimato de la identidad de la fuente. Sin perjuicio de que, para ratificar la veracidad, si tuviera que responder a todas las preguntas formuladas pudiera poner en peligro otras “fuentes” de la noticia (la fuente de contacto, el traductor de la conversación, etc.) ¿No existe una vía diferente que la llamada a declarar del periodista para afirmar la veracidad de la noticia? Si existiera, el informador no debería ser llamado ante el tribunal. Un testimonio ratificador, amén de las posibles consecuencias personales para la persona concreta, puede dificultar -en general- la labor de los corresponsales de guerra en la diferentes zonas de conflicto. De observadores de la realidad (que incluso pueden ser manipulados por sus fuentes, pero eso es algo que ellos mismos deben evitar con su experiencia profesional) podrían pasar a ser considerados potenciales testigos de una acusación penal sumamente grave ¿Alguien piensa que así se protege de manera más intensa la libertad de información? Estas ideas han sido, por otra parte, asumidas por la sala de apelación al resolver el recurso planteado por el periodista.

El otro aspecto a considerar sería el del propio ámbito de eficacia del derecho al secreto o, a la protección de las fuentes (aunque ya hemos visto que hay quien niega que se trate de esta cuestión en el caso planteado). El asunto Jonathan Randal exigiría determinar previamente si existe un derecho de los informadores al secreto profesional en la esfera no ya meramente europea sino internacional. Ha de recordarse que los reporteros que son llamados a declarar pueden ser ciudadanos de Estados que no sean parte del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Por ejemplo, la experiencia legal estadounidense en esta materia es, en principio, algo diferente a la europea (Fernandez-Miranda, 1990: 57 a 60; Barron y Dienes, 1993: 346 y ss; Azurmendi, 2003: 313). No digamos nada de las construcciones que se hayan podido originar en otros ámbitos (iberoamericano, africano, árabe, etc.). En ocasiones se ha llegado a hablar de tres modelos de secreto profesional en el Derecho comparado: el absoluto, el cualificado y el limitado (Villanueva, 1998: 28 y 29). Lo cual significa que puede que las construcciones efectuadas por el TEDH en relación a este derecho no sean fácilmente universalizables. ¿Qué normativa aplicar en tales casos? Lo deseable, para resolver adecuadamente este caso, sería una mínima construcción internacional del contenido de este derecho como derivado, aunque literalmente no se halle recogido (Auvret, 1997: 36; Guedj, 1998: 63), del art. 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, al hilo de la doctrina que pudiera establecer al efecto el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, algo que aún no se ha producido. La aplicabilidad de la interpretación dada por el TEDH al tema de la protección de las fuentes periodísticas no es la única, puede entrar en colisión con otras tradiciones jurídicas en la materia y quizás resulte insuficiente para resolver cuestiones como las planteadas en este caso concreto.

 

 

Referencias Bibliográficas.

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Jurisprudencia del TEDH citada

Goodwin c. Reino Unido, sentencia de 23 de marzo de 1996. Fressoz y Roire c. Francia, sentencia de 21 de enero de 1999. Özgür Gündem c. Turquía, sentencia de 16 de marzo de 2000.

Roemen y Schmit c. Luxemburgo, sentencia de 25 de febrero de 2003. Craxi nº 2 c. Italia, sentencia de 17 de julio de 2003.

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